La Nube Negra (de Carolina Aguirre)




Dicen que la mayoría de la gente se arrima a sus amigos sólo cuando están en las buenas: cuando alquilan una casa de veraneo, cuando ascienden en el trabajo o cuando se ganan la lotería. La nube negra, sin embargo, es la prueba viviente de que esa conspiración no es más que un prejuicio. Como un tiburón que huele sangre en la inmensidad del mar, o un conductor que baja la velocidad para mirar un accidente, cada vez que alguien tiene una mala noticia, la primera en acercarse es ella.
La nube negra es un juglar de pesimismos. Va saltando de charla en charla con sus violines lastimeros, sembrando la duda y la tristeza en los ilusos corazones de su parentela. Cuando alguien le cuenta un plan optimista, la nube negra encuentra siempre un atajo al fatalismo. Si su mejor amiga le comenta que se va de vacaciones a Brasil, la nube negra le pide que tenga cuidado con la violencia. Si además acota que consiguió unas cabañas hermosas y baratísimas, le sugiere que se cuide de las estafas. Y si encima planea ir con el novio, la nube la felicita por la audacia, ya que conoce muchísimos casos en los que unas simples vacaciones terminaron con la pareja.
Cada vez que un conocido le pregunta cómo está, la nube negra abre una puerta al infierno. En vez de cumplir con el protocolo social y elegir una respuesta diplomática ("bien" o “acá ando", por ejemplo) dice siempre que está mal y enhebra diez anécdotas tremendas sin repetir y sin soplar. Intercala estafas domésticas (el plomero le cobró setecientos pesos y la cocina sigue perdiendo agua) con desgracias de salud (tiene la espalda a la miseria), con policiales (al hijo de una amiga lo asaltaron), deblaces económicas (le cuatriplicaron el ABL) y fábulas del apocalipsis (se viene la guerra de Medio Oriente o el dólar sube a nueve pesos).
Es, además, exagerada. Cualquier suceso ordinario es, para ella, un melodrama potencial. Con un poco de imaginación agorera, la nube asciende cualquier tropezón a la categoría de accidente, aunque sólo se haya cortado un dedo picando cebolla o se haya caído en un charco de agua. Desde ese momento en adelante, basta que le digan lo rica es la pizza, para que ella aclare que desde “el accidente” ya no puede amasar por el dolor de espalda.
Cuando la nube negra es chica, su parte preferida de los juegos es enumerar las reglas y todo lo que no se puede hacer. Secretamente adora cuando le diezman los ejércitos en el TEG, saca doble cero, o levanta la carta "marche preso" en el juego de la vida. Cuando se enferma, adora tomar jarabes feos frente al espejo, porque su esfuerzo la hace sentir una suerte de mártir: la Juana de Arco de los catarros. Reza para que la enyesen, le pongan aparatos, le extirpen las amígdalas o la internen en un orfanato y poder sufrir, como las heroínas de las novelas.
Más tarde, cuando tiene sus propios hijos, es una madre tediosa y sombría. No los deja salir a la calle cuando llueve, les prohíbe el viaje de egresados, y los asusta con mitologías rudimentarias que heredó de su bisabuela (si se meten a la pileta después de comer tienen un calambre, si mezclan sandía con vino se mueren, si se tocan les salen pelos en la mano como al hombre lobo, si se ponen bizcos y viene un viento se quedan ciegos y si andan a caballo en el monte quedan estériles para siempre).
En su tiempo libre, la nube negra mira documentales de intervenciones quirúrgicas o animales devorados por otras especies en el África y novelas mexicanas con galanes indigentes. Le gusta también leer a Nostradamus, textos de autoayuda acerca de envejecer o amar demasiado y biografías sobre grandes personajes que terminaron sus días comiendo mendrugos y pidiendo limosna para comprar carbón y leña.
Es verdad que no hay por qué escucharla o que no es necesario tomarla en serio. Pero tampoco hay que confiarse demasiado. Después de tantos años de flagelo y sufrimiento, la nube logra perfeccionar su fatalismo de tal manera, que siempre logra colar una sombra en las ilusiones de los demás. Por las dudas, hay que andar siempre con cuidado y evitar hablarle de buenas nuevas. Basta con gotear un poquito de sangre para que venga la nube negra.

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